De la economía de la tristeza a la economía de la felicidad
¿Cómo construir una sociedad más feliz? A primera vista...
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Jorge Quiroz
¿Cómo construir una sociedad más feliz? A primera vista, la ciencia económica no pareciera ser el lugar donde buscar respuesta. Durante el siglo XIX, la disciplina se ganó el apelativo de “ciencia triste”: basta leer a Malthus. Posteriormente, durante la Gran Depresión, la profesión se vio en serios apuros, y de no ser por Keynes que casi improvisadamente remendó el instrumental, habría caído en el total descrédito. Con todo, el mundo salió de la Depresión sólo con la II Guerra Mundial… nada para sentirse muy orgulloso. Después, la economía recuperó su prestigio y con ello su promesa de un mundo mejor; se volvería a pensar entonces que el progreso sostenido era posible y con ello una sociedad más feliz.
En los tiempos que corren, de ese optimismo queda poco o nada: la ciencia económica vuelve a andar en paños menores y el desconcierto es generalizado. Los grandes del mundo son demasiado grandes para dejarlos caer, y los chicos son tantos que no se les puede socorrer; la magnitud de la ayuda a la banca de los países ricos escapa a la imaginación y los millones de desempleados también. En el país más poderoso del mundo la pobreza se empina por sobre el 15%, haciéndole una mueca de sorna a “la guerra incondicional” contra dicha lacra que Lyndon Johnson anunciara con bombo y platillo hace ya más de 45 años. Si el país que aparentemente todo lo puede es incapaz de derrotar la pobreza, y si la otrora admirada Europa naufraga a ojos vista, la pregunta es ¿Qué respuesta ofrece la “ciencia” económica?
Muy de a poco, un grupo creciente de economistas ha comenzado a desafiar los paradigmas más inveterados de la profesión. Se han llevado a cabo encuestas a nivel mundial donde, en vez de inquirir por los números de siempre, sencillamente se le pregunta a la gente si se siente feliz. Algunos resultados son sorprendentes, o al menos lo son para los economistas: por ejemplo, la correlación entre ingreso y felicidad parece más bien débil, si no controversial. Un segundo resultado es que la felicidad sí correlaciona con lo que el común de la gente habría esperado: salud, matrimonio estable e “ingreso suficiente” ayudan; el divorcio, el desempleo y la inestabilidad económica hacen lo contrario.
Si se quiere que la economía contribuya en algo a la felicidad, entonces el foco debiera ser empleo y seguridad económica, ya que no se advierte cómo la macroeconomía podría coadyuvar a la estabilidad matrimonial. Entre los chilenos más pobres, lo que falta es eso: trabajo. En efecto, el desempleo en el primer decil de ingreso en 2009 (última Casen disponible) era de 42% (sí, leyó bien) y en el siguiente, no mucho mejor: 21%. En los primeros cinco deciles, medio millón de jóvenes no estudia ni trabaja. ¿Qué “economía” es esa que incuba medio millón de jóvenes inactivos en el corazón de Chile?
El PIB podrá subir más o menos, pero no nos podemos dar el lujo de tener medio millón de jóvenes ociosos en el nombre del mercado. Lo que me lleva a desempolvar una propuesta radical de Hyman Minsky de mediados de los sesenta: el Estado, más que proveer transferencias en dinero, como pareciera ser la tendencia creciente en nuestro país, debiera en cambio constituirse en “el empleador de última instancia”. Esto es, todo el que quiera y pueda trabajar debiera poder hacerlo. El Estado debiera impulsar, por la vía directa o a través del sector privado, un programa de empleo de gran escala, que rescate el valor del trabajo, que incube hábito laboral cuando aún es tiempo y que retribuya con certeza, pero por la vía del esfuerzo, la ansiada seguridad económica. Cuando se han calculado los costos de una propuesta como ésta en países como Estados Unidos, los números son absolutamente manejables, en el orden de 1,5 puntos del PIB.
No es que “la macroeconomía” no importe; se trata más bien de que no basta sólo con ella si el propósito es construir una sociedad más feliz. Chile puede. Sólo nos falta atrevernos.